"Pero a mi parecer la familia más singular de La Habana la constituía la de Dulce María Loynaz, la poetisa oficial de la sociedad cubana, descendiente de un héroe de la independencia. Se le perdonaban sus veleidades literarias, es más, hacía las delicias de aquella con sus versos sobre la niñita coja porque se había pinchado en una estrella...
Yo apenas la conocí, coincidí con ella un par de veces a la hora del té en casa de Tía Sara Larrea y la recuerdo mayor, sumamente frágil, como un espíritu más que como un ser corpóreo. Vivía en el Vedado, en la Calle Calzada en una inmensa casona colonial a la que daba la impresión que la luz tenía reparos en acercarse. En la parte posterior contaba con un parque. Para seguir el rastro de su esplendor de antaño se necesitaba hacer arqueología vegetal. Laberíntico hasta lo inverosímil, parecía el exponente del propio laberinto interior de sus habitantes. Dulce María - ya viuda- compartía la casa con una hermana menor llamada Flor, y dos hermanos homosexuales que se rumoraba dormían en sendos ataúdes a su regreso de los lugares mas crapulosos de la noche habanera. Por lo visto no estaban dispuestos a renunciar a su libertad en aras de nada.
Por esta residencia pasaba cuanto intelectual arribaba a la ciudad; era como si tendieran las manos del alma para acoger a todos los artistas de la tierra. En 1930 García Lorca los visitó tras su famoso viaje a Nueva York, encontrando en ellos y en ese mundo tan extravagante y genialoide el clima repleto de irrealidad propio de todo ser soñador y poeta. En 1939, cuando la vida se hizo imposible para todo liberal en la España franquista, desde Juan Ramón Jiménez hasta María Zambrano encontrarán calor y cobijo en aquella casa. María diría de aquel ambiente; "un paraíso encerrado, aunque no amurallado, pero al que no se puede entrar porque hay que, desde siempre, estar ya dentro."
La parte posterior de la propiedad daba a la Primera Avenida y a mí me fascinaba observar la polvorienta y vetusta hiedra enroscada en la verja similar a una potente boa, que la desprendía del muro y la mantenía en el aire como un trofeo. Se supone que el hierro sólo se vuelve dócil con el fuego pero aquí quedaba patente que la naturaleza, usando como arma la rastrera trepadora, le puede tambien doblegar. A lo lejos se vislumbraba una fuente con nereidas y delfines, que ahora que permanecía silenciosa y vencida por el salitre ahondaba más esa desoladora melancolía que todo lo salpicaba.
En 1972, cuando el castrismo ya mostraba sin tapujos toda la ferocidad del régimen, Flor Loynaz sería detenida. Varios "barbudos" la fueron a buscar a su casa. Ella pidió unos minutos para recoger algunas pertenencias. Al llegar al cuartelillo, un comisario de rostro atrabiliario la espetó: "¿Sabe que está acusada de contrarrevolucionaria?" Flor le miró y cándidamente le preguntó: "¿De qué revolución?" El hombre, desconcertado y como para ganar tiempo, le pidió que le entregara el gran bolso que portaba; al abrirlo, tres ratas blancas saltaron de él que asustadas comenzaron a corretear por la habitación. Los "barbudos", demudados, trataban de atraparlas mientras Flor desolada exclamaba: "¡Cleopatra, Cloe, Eloísa! ¡Volved aquí, mis hijitas!" Una vez capturados los roedores, el comisario con ganas de salir de aquella absurda situación, se los devolvió diciéndole: "Puede usted regresar a su domicilio". De los hermanos nada sé; supongo que para esa época debían de descansar definitivamente en sus ataúdes.
A Dulce María le sería otorgado el Premio Miguel de Cervantes en 1992, demostrando España con este gesto una gran sensibilidad. Pienso que, más que a su mérito como poeta, fue un gran homenaje a ese mundo tan barroco y decadente que ella representaba y que con ella moriría".
Sarah Álvarez de Miranda. "El amargo sabor del azúcar". Biblioteca Nueva, 2010. p.41-43
1 comentario:
Divina la anecdota!
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