Sucedió a
principios de los noventa. Hasta entonces la política cultural del país dividía
en dos bandos a escritores y artistas: los que estaban dentro y los que estaban
fuera. Y semejante fractura no solo se refería al espacio físico, sino también,
al sentimiento interior de cada individuo en relación con la revolución. Pero
llegaron los noventa, es decir, la caída del socialismo en el este europeo, y
junto a ese hecho tan insólito y demoledor para los ideólogos de izquierda,
aparecían todo tipo de teorías y preguntas sobre los métodos y dogmas de un
proceso que pretendía (y aún pretende) ser el sueño más hermoso del mundo. De a
poquito, en las principales revistas literarias del país como Unión y La Gaceta
de Cuba comienzan a rescatarse a través de reseñas y comentarios, algunos
desterrados de fuera entre los que se encontraba Dulce María Loynaz. Años antes
había dispuesto, como una princesa destronada que decide salvar su orgullo,
encerrarse en su propio mundo y no volver a publicar, sin entender del todo que
ese retiro de forma tan irreverente y prolongada dentro de sí misma, también
era una manera de estar fuera.
Ya desde finales de los ochenta, debido a
ciertas modificaciones de la política cultural, su nombre y su persona
desbordan por primera vez en largo tiempo lo predios de la Academia Cubana de
la Lengua (único reclusorio fuera de su casa que encontró para sentirse viva
intelectualmente) y comienza a un proceso de restauración, que incluye el Premio
Nacional de Literatura en1987. Pero llegaron los noventa. Se publican sus
poemarios Bestiarium y Poemas náufragos, y para asombro de Cuba e
Hispanoamérica el jurado del Premio Cervantes de Literatura anuncia como
ganadora a una escritora que había estado en silencio durante casi tres
décadas, nombrada Dulce María Loynaz.
Enseguida se armó el revuelo y media
Habana quería visitar y entrevistar a la “vieja”, como se conocía entre los
escritores. Ni los años, ni el aislamiento quebrantaron su carácter. Cuando le
preguntaron cómo se sentía ante tanto reconocimiento nacional, dijo con
firmeza: “Es un acto de justicia”. Son conocidas sus peleas con Gabriela
Mistral y Federico García Lorca, ambos huéspedes ilustres de los Loynaz. A la
primera la botó literalmente de su casa por dejarla plantada en una cena
homenaje. Nunca se reconciliaron y la Chilena puso a correr a los editores con
el fin de tachar la dedicatoria de su último libro en honor a la cubana. A
Lorca se dedicó a parodiarlo como venganza, debido a la preferencia de este por
la poesía de sus hermanos. Y una tarde se atrevió a leer los remedos en la cara
del poeta. El andaluz, con la ironía que lo caracterizaba comentó: “Es lo mejor
que ella ha escrito”. Tampoco lo perdonó. Lo cierto es que esta mujer, de quien
dijo Miguel Barnet llevaba un látigo en una mano y una rosa en la otra, se
paseó entre los grandes poetas de su tiempo. Conforma, junto a otros pocos
elegidos, nuestra primera vanguardia poética del siglo veinte. Bien temprano
logra asimilar la influencia romántica y modernista en sus Versos (1920-1938)
para proponer su propia voz, conversación intima, a ratos alucinante, con lo
oculto y lo visible, con lo extraño y lo propio, con lo bello y lo maldito. De
ahí su Canto a la mujer estéril: “Tu contra lo que quiere vivir, contra la
ardiente nebulosa de almas, contra la oscura miserable ansia de sombras (…)
Nada vendrá de ti…” Con Poemas del agua (1947), se acentúa el elemento
panteísta en su poesía, el color, el ritmo insular, que tienen su plenitud en
Al Almendares: “Yo no diré que sea el más hermoso/ pero es mi río, mi país, mi
sangre”. Los Poemas sin nombre (1953) agravan el registro de Dulce María, y el
diálogo, antes inmediato, asume ahora en prosa una hondura metafísica, a veces
con pequeños epitafios que desbordan su brevedad: “Miro siempre el sol que se
va porque no sé que algo mío se lleva”. Tono que retomaría en su Melancolía de
otoño (1997). Últimos días de una casa (1958) no solo es uno de sus grandes
poemas, sino de los más relevantes escritos en la Isla. En Poemas náufragos
(1990) está latente desde el título la intención anfibia, presente ya desde
libros anteriores. Prosa y poesía se funde para dar paso a alabanzas y elegías
y donde está más cerca de los Cantos del Alma, de San Juan de la Cruz que de
Sor Juana Inés. Es otro Cantar de los cantares desde sus bifurcaciones, que
alcanza en La novia de Lázaro el mayor rigor.
Se disfrutan otros textos en estas Poesías reeditada ahora por Letras
Cubanas, ejemplo de la versatilidad de registros, como su Bestiarium (1991) de
adolescencia o los Diez sonetos a Cristo, cuya versión original fue publicada
en esta ciudad de Camagüey en 1921.
Habrá que recordar a Dulce María Loynaz
como la poeta mística de la rosa, del agua, del amor difícil. Símbolos que ha
patentado de tal modo que resulta imposible desligarlos de su nombre. Con su
talento creció la poesía en lengua española. No en balde los de la Península,
que si de algo sabían era de buena poesía, no escatimaron elogios desde que
aparecieran sus primeros versos. Entre sus admiradores resaltaban Juan Ramón Jiménez,
Premio Nobel de literatura, Gerardo Diego, y el profesor y crítico Federico de
Onís. Dulce María es de esas escritoras privilegiadas que desafían el tiempo.
Pasaje otorgado sobre todo por los lectores (acaso el verdadero) que agotan sus
libros tras cada edición. En una de sus últimas entrevistas le pidieron que
pensara en alguien y le mandara un mensaje. A sabiendas de que la ponían en una
situación incómoda para su tiempo y su carácter, decidió hablarles a las
poetas: “…que no vieron sus libros publicados, que no vieron sus versos de amor
hechos realidad, ni vieron siquiera sus sueños de maternidad cumplidos. Para
ellas, hermanas mías, más tristes y más pobres, consagro un recuerdo y estas
palabras. Palabras, bien quisiera, fueran las últimas que me tocara
pronunciar…”
Obdulio Fenelo. Camagüey. 2012
Este artículo fue publicado originalmente en el blog "La nave de los locos en la isla oculta" y se reproduce con autorización de su autor.
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