Así, yo, un becado con mucho apetito intelectual y gastronómico, me vi una tarde de 1977, con mi única camisa de mangas largas digna de la ocasión, en la calle 19, a las puertas de la casa de Dulce María Loynaz, para una sesión pública de la Academia Cubana de la Lengua. Confieso mi turbación ante aquel portero uniformado que parecía vedar la entrada más que franquearla, así como mi incomodidad en aquel portal donde se reunían un grupo de damas y caballeros vestidos según una indefinible moda ancien regime.Aquello, como el propio formato de la sesión, con su campanilla, el tratamiento de “excelentísimos” a los embajadores presentes y la rara mezcla de catedráticos jubilados y nobles arruinados, desde un marqués a una vizcondesa, me hicieron sentir como si una máquina del tiempo me hubiera arrojado a una época prenatal.
Confieso que de aquella primera sesión recuerdo apenas eso que cuento y que me fue presentada Dulce María Loynaz, a la sazón vicedirectora de la institución, lo que me permitió hacerle una visita privada luego… pero eso es ya otro asunto. Vuelvo a ver, como en sueños —han pasado más de treinta años y varios huracanes por la Isla— a Luis Ángel Casas —hijo del compositor camagüeyano Luis Casas Romero— con su melena de paje dieciochesco y su medalla de académico, llevada como quien lleva un Toisón, rodeado de damas que escuchaban sus boutades; la tímida sombra del profesor Tortoló, cuya labor en el terreno lingüístico sólo ahora he podido ir aquilatando; y, al poeta Arturo Doreste, quien medio siglo antes había sido amigo de mi abuela y que por entonces fungía como Bibliotecario de la institución, en un misterioso recinto de la Iglesia de la Merced, prestado al efecto.
Confieso que mi mirada a la Academia entonces no fue muy benévola. Aunque yo fuera lector inveterado de añeja literatura y no un iconoclasta rampante, había demasiadas cosas que no entendía. ¿Por qué la entidad seguía afirmando, que según un decreto prehistórico, el Poeta Nacional era Agustín Acosta y no Nicolás Guillén? ¿Por qué estaban fuera de esa institución las figuras que me parecían más respetables en el panorama nacional, desde el mismo autor de Motivos de son hasta Cintio Vitier, Octavio Smith, Eliseo Diego, José Antonio Portuondo? ¿Por qué Alejo Carpentier, tan bien conocido por Dulce María, no era siquiera miembro correspondiente? Chacón había muerto hacía una década, Acosta y Labrador Ruiz estaban ausentes en Estados Unidos —aunque sus sillones les habían sido conservados— y el resto de la membresía, salvo Dihigo y Dulce María, me parecían ilustres desconocidos.
Volví a otras sesiones. Pude asistir a dos excelentes piezas oratorias de la autora de Juegos de agua: una dedicada a Delmira Agustini, que años después publicó y otra muy hábil desde el punto de vista de la oratoria forense: debía en ella pronunciar el elogio fúnebre de José de la Luz León, pero al parecer, tal intelectual ni le simpatizaba ni su obra le parecía notable y se valió del recurso de la digresión: resulta que éste había dedicado unas páginas a mi coterránea Carmen Zayas Bazán, la controvertida esposa de Martí, y a una extensa semblanza y defensa de ella, dedicó Dulce casi todo su discurso.
En aquellos salones entreví a figuras muy variadas: recuerdo en un balance del portal al presbítero y poeta Ángel Gaztelu, a quien nunca me atreví a abordar y también al investigador Armando Álvarez Bravo, autor de aquella Órbita de Lezama que tan importante había sido en mi formación literaria, por allí andaba también el jurista e historiador Delio Carreras, que todavía no era académico y hoy es el único sobreviviente de aquellos tiempos.
Quizá la última vez que estuve por allí fue hacia 1980. Luego supe, de manera indirecta, del fallecimiento de Dihigo, de la labor en la dirección de Dulce María, del inicio de una nueva época, en la que entraron en la institución Delio Carreras, Salvador Bueno, Luisa Campuzano, Lisandro Otero… Los tiempos cambiaban, aunque las sesiones públicas siguieran teniendo por un tiempo ese aire de celebración de otros tiempos, con aquellos brindis en que alternaban unos hojaldres en forma de mariposa y unas yemitas cuya receta nunca pude conseguir, con grandes vasos de sangría color obispo.
En realidad, durante décadas me olvidé de la Academia, me parecía algo lejano y extraño, hasta inicios de 2006, cuando su entonces Director, el narrador y periodista Lisandro Otero, me comunicó que había sido propuesto como Miembro correspondiente. Confieso que por un instante temí que me convertiría en uno de aquellos señores de otra época que detestaban la literatura cubana de su tiempo tanto como las novelas de García Márquez y Vargas Llosa y discutían largamente sobre si tal palabra se empleaba o no todavía en Cuba —aunque ellos apenas hablaban entre sí e ignoraban lo que se decía en la calle.
Mas, felizmente, los tiempos habían cambiado, ahora estaban en la Academia varios Premios Nacionales de Literatura, lingüistas de formación moderna, los aires eran otros, pero, no puedo negarlo, cuando una tarde de septiembre de 2006 fui a pronunciar mi discurso de ingreso en la Sala García Lorca, antigua cochera de la residencia de Dulce María, me pareció que asistían al acto, invisibles, aquellos señores y señoras de antaño y que se reían, educadamente, de mí, que ahora empezaba a estar, como diría Fina García Marruz, entre “los mayores de edad, los melancólicos, / y qué extraño parece ¿no es verdad?”.
Publicado originalmente en Librinsula
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